lunes, 27 de octubre de 2008

La casa (II)


Stuttgart es una ciudad sin medianeras. Como si se contagiaran de la frialdad nórdica, las casas se separan en las manzanas, dejando unos pasadizos un tanto siniestros que conducen a patios. Pero este no es el mundo de los patios de Lyon, que eran la verdadera fachada de las casas patricias o Berlín. Los patios de Stuttgart son más sordidos y a la vez más prosaicos. El de mi casa en concreto sirve para dejar los cubos de la basura y unos columpios para los niños. Y detrás el muro que contiene la habitual pendiente. Sí, también hay patios con escalera.

Resulta chocante el contraste que se establece entre los pasadizos y el aire de respetabilidad de las fachadas guillerminas, con su pomposidad neobarroca: la marca de una sociedad que guarda las apariencias, pero a la vez intenta ocultar sus vicios sin llegar a conseguirlo.

Por supuesto que los pasadizos no solo sirven para llegar al patio, sino que a menudo constituyen la entrada a la casa. Porque es complicado hablar de portales en Stuttgart. Te acostumbras a España, a Madrid, a esa cultura que no sólo vive de guardar las apariencias, sino que ha convertido las apariencias en el centro de su vida. Piensas, no sólo en las casas de Salamanca o Almagro, en esos portales en esquina que permitian maniobrar con comodidad un coche de caballos (o un Hispano-Suiza), sino en las pocas casas del siglo XIX que quedan en Tetuán, y que muestran unos portales bastante dignos. Y entonces descubres a la casa, con su fachada de piedra y sus frontones, se accede por un lugar así:

Sé que los alemanes a veces presumen de ser informales (y a las pintas que lucen los que van a Mallorca me remito). Pero el hecho de entrar de un modo tan directo, casi pisando el primer peldaño nada más abrir la puerta, acaba por resultar violento.

En todo caso, y como los ascensores son algo exótico en los edificios de esta ciudad, hay que usar la escalera (¿he dicho alguna vez que aquí todo tiene escaleras?) para llegar al tercero. Y una vez allí cruzar una puerta con vidrios. Sí, he escrito vidrios. Y aunque sean translucidos, provoca una sensación extraña el ver la luz de tu casa encedida mientras subes la escalera, o intuir a los vecinos que bajan desde dentro.

Por dentro la casa es como la mayor parte de las casas de estudiantes. No hay salón (todavía no he encontrado una explicación razonable, aunque imagino que para un casero será más rentable prescindir de la pieza y alquilarla como dormitorio), así que la vida en común se tiene que hacer en la cocina, que todo sea dicho, tampoco es muy grande.

A cambio, los dormitorios son inmensos, de una inmensidad que roza lo indecente. Tengo 25 metros cuadradados (casi un mini piso), un televisor (que apenas uso, pero que es uno de los dos que hay en la casa, con lo cual a veces tengo visita...), un sofa cama (alguien debería darle un repaso a la tapicería), una mesa de diseñador (igual que la de mi jefe, pero en mejor estado) y una cama de matrimonio. Con la cama ha pasado algo curioso. Al principio sólo ocupaba el lado izquierdo. Pero ultimamente estoy empezando a dormir en diagonal, colonizando poco a poco el lado derecho, con su almohada y su edredón.

25 metros de refugio contra el frio que viene...

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