Al final se acabaron todas al dudas y la incertidumbre. Tras un café en la Terminal 2 de Barajas, toca despedirse de tu familia, de la que como mucho has estado separado 15 días. En algún momento toca romper el cordón, y ese momento es ahora. Pero sé que lo van a pasar mal, sobre todo ella. Todavía intercambiamos miradas mientras cruzaba la aduana, y estuve un rato viendo como abandonaban la sala. La suerte estaba echada.
Copenhague, mi escala obligada, tiene uno de los aeropuertos más elegantes del mundo, con ese refinado tratamiento de la luz del que sólo son capaces los escandinavos. Por desgracia el aeropuerto es tan caro como la ciudad que tiene a su espalda.
El segundo vuelo fue un tanto extraño, en un avión realmente pequeño, rodeado de alemanes y escandinavos, y deseando llegar. Tantas horas de viaje pueden llegar a ser exasperantes. Y sí, ya sé que he sobrevivido a vuelos transatlánticos.
Me hubiera gustado visitar el aeropuerto de Stuttgart, pero hacerlo cargando con el portátil, la mochila de la cámara y dos maletas es imposible. Además se me hacía tarde, así que fui directo a la estación de Metro, y directo a la Estación Central. Puesto que el tren realiza buena parte del recorrido en superficie, empece a reconocer el paisaje que me va acoger durante seis meses, ese paisaje de colinas y viñedos.
Una vez en la Estación, me dirigí a tomar un taxi. Primer problema con el idioma. Me acerco al taxista, turco, y con mi mejor alemán le digo
-
Hasenbersteige 36, bitte.
Definitivamente mi mejor alemán no es precisamente el mejor de los alemanes posibles. Tras varios intentos infructuosos, acabo por entregarle al taxista el papel en el que llevaba anotada la dirección. Tras perderse un par de veces, me deja en una coqueta calle llena de antiguas casas unifamiliares. Ante mi un pequeño garage y un sendero en el que tres placas anuncian los números 34, 34a y 36. Seguro de que el número más alto estará abajo del todo, inicio el descenso de una escalinata. Dos casas, ninguna sin número, ningún nombre que parezca brasileño en el buzón. Llamo a una puerta. Un tipo alto, rubio, y que definitivamente no es brasileño, me abre.
Esto es el 34. El 36 es una pequña puerta subiendo la escalera, a la derecha.
Así que vuelvo a subir la escalera (con todo el equipaje), y encuentro una pequeña puerta destartatalada, que conduce a un sendero con más peldaños que definitivamente me llevan a otra puerta con una campanilla. Todo esto a oscuras, y cargando con todos los bártulos.
Tras un rato aparece el brasileño. Que por cierto, también es mi compañero de trabajo. El problema es que vive con su novia. Son la pareja feliz, con su mundo casi perfecto (aunque la casa sea una ruina). Cojonudo. Mi peor pesadilla, aguantar a una parejita de enamorados.
Y por fin consigo ver la habitación. Está junto a la cocina, en el semisótano. Y tiene sólo un colchón sobre cartones. Y una silla. Tengo quince días para salir de aquí...