Recuerdo un reportaje en el dominical de El País, allá por 1997, sobre los nuevos aeropuertos. Con la profundidad propia del medio, mostraba fotografías de algunos nuevos aeropuertos: Stansted, Bilbao (ejem). Recuerdo una fotografía del aeropuerto de Stuttgart. Recuerdo haber quedado impresionado por una fotografía del aeropuerto de Stuttgart. Y reconozco que ahora veo que lo que hace diez años me impresionaba ahora me parece una ridícula exhibición vigoréxica de estructura, un gasto absurdo de acero. Máxime cuando el aeropuerto es pequeño.
Recuerdo también como en el primer viaje tenía la intención de escribir un breve texto sobre el aeropuerto de Stuttgart y sobre el de Copenhague, pero eso era septiembre. Hoy es febrero, y afuera sigue nevando, aunque la señora de edad indefinible (el maquillaje es lo que tiene) y sandalias de tacón parece no haberse enterado; el avión sí, y mientras embarcamos se puede oir como rascan el hielo de las alas. No es el sonido más reconfortante para despegar en medio de una tormenta de nieve. De hecho el avión despega con media hora de retraso. Para entonces ya he terminado el crucigrama de El País, me he terminado el periódico y he conseguido dormir lo que me ha dejado el niño del asiento de al lado. Tras dos horas de aguantarlo y pensar en Herodes, hemos llegado al Charles de Gaulle.
Si el aeropuerto de Stuttgart es pequeño, casi coqueto, el Charles de Gaulle es monstruoso, caótico, desmesurado. Me hubiera gustado aterrizar en Orly, si quiera por ver si son reales esas estrafalarias escaleras mecánicas que se veían el El Amigo Americano. Pero en el Charles de Gaulle no hay nada atractivo, sólo la habitual impersonalidad de los aerpopuertos, las mismas tiendas, aunque la mercancía sea distinta. Tras media hora de vagar entre los vestíbulos, alcanzo el metro. Tras otra media hora de pelearme con la máquina de los billetes me subo al tren. Tras media hora de viaje alcanzo la Gare de l'Est.
Lo único que no falla nunca
Hace 11 años
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