(Por una vez la cronología de este blog y la del mundo real coinciden. ¡Hip, hip hurra!)
Hace una semana me decidí a visitar el norte de la ciudad. Hay un inmenso parque en Killesberg, cerca del Weissenhof, con una torre panorámica. Una compañera del curso de idiomas me recomendó el lugar.
El ambiente era más o menos el de cualquier parque un domingo. Familias con niños, deportistas, jubilados, parejitas,... Y en medio, la torre.
Que en el fondo no es más que el resultado de meterle dos helicoides a la
Torre de la Radio de Moscú, con 80 años de avances tecnológicos de por medio (el proyecto, por cierto, es obra de Jörg Schlaich, al que los que sufrimos Construcción de 4º con Araujo y Jurado recordamos con cariño, aunque sólo sea por la inenarrable forma de pronunciar su nombre por parte de Jurado; por cierto, que en unos meses los madrileños podrán disfrutar de una obra de Schlaich, la cubierta del patio del Antiguo Palacio de Comunicaciones y Nuevo Ayuntamiento).
Para subir a la torre hay que pasar por caja. En concreto por la caja que está detrás de la ranura que está en el cartel, y que si mi alemán no me engaña, aquí llaman taquilla. En todo caso, el ascenso compensa, por unas vistas realmente espectaculares de la ciudad. Pocas ciudades en el mundo se pueden mirar a si mismas con la delectación narcisista-onanista de Stuttgart. Eso sí, el mejor mirador lo reservo para las visitas.
Tras y esto y una segunda visita al Weissenhof (que ya tendrá su propia entrada, claro), decidí iniciar el descenso, y hacer una parada en el inmenso cementerio de Prag. Mucha gente suele mirarme raro cuando hablo de turismo de cementerios. Te miran como un bicho raro, cuando muchas guías turísticas los incluyen (del Pere Lachaise a Recoleta y del judío de Praga a Sankt Marx). Todavía existen muchos tabúes acerca de la muerte. Pero en el fondo pocas cosas hay tan bellas como los viejos cementerios. El de Prag es viejo. No luce las galas aristocráticas de sus parientes del sur, ni llega a la discrección de los cementerios protestantes del norte, una pradera con apenas unas placas. Apenas hay celebridades, un
poeta romántico de segunda fila y un famosísimo
ingeniero aeronáutico que acabó aterrizando aquí (sí, ya sé que es un comentario facilón). Los panteones aristocráticos son bastante modestos, e incluso se aprecia la persistencia de ciertos rituales funerarios egipcios.
(O eso, o hay gente con humor suficiente como para meterse de botellón en el panteoón de los condes von Nosequé zu Nosecuantos).
Me había prometido volver este fin de semana para comprobar como son los ritos de estas fechas en una región que es medio católica medio protestante. Al final, por mi incurable desidia lo dejé estar.
Pero esta noche me encontré frente a las peculiares honras funebres germánicos. Volvía del centro de la ciudad de tomar un café con una amiga. Me gusta pasear de noche; de hecho me lo voy tomando como un juego: hay que llegar a casa sin subir escaleras, evitando los pasajes subterráneos y determinadas calles que por familiares ya están gastadas (y que constituyen el camino más rápido). Sabía que el camino que estaba tomando bordeaba un cementario. Lo sabía porque lo había utilizado otra vez y porque lo había visto en el plano. Me dí cuenta cuando vi la entrada
reservada al jardinero, y con una horterísima señal de
perros no. A medida que ascendía la calle y la tapia descendía (en algún punto alcanzaba apenas 70 centímetros respecto al acera, pudiendo saltarse con bastante facilidad), algo llamó mi atención. Velas. Velas encendidas ante las tumbas, en las tumbas, como si contuvieran el último hálito de vida, como si fueran el último vínculo con la existencia del difunto. Una constelación de velas, en su mayoría rojas, de fuegos, no fatuos sino reales, asomando entre las cruces y las lápidas, dando vida en la noche a un sitio en el que la poca vida visible se manifiesta de día.
Miré al otro lado de la calle. Velas. Velas en un primer piso, donde una pareja se disponía a cenar. Luces. Luces en el piso de arriba, en un estudio completamente recubierto de libros, en una casa completamente recubierta de libros. Habitaciones con vistas, aunque sea la clase de vistas que pocos desean.
Y entonces llegué a lo alto de la colina. Y contemplé la ciudad, un espectáculo de luces no muy distinto del que mostraba el cementerio. Y me acordé de
Dámaso Alonso.